La foto que media España quería ver y que la otra media ahora repudia apareció el miércoles en la portada de El Mundo. Es la cruda representación de la muerte. La imagen más salvaje de este gran tsunami colectivo que nos ha pillado a todos desnudos en la orilla. Hileras de féretros alineados en el Palacio de Hielo de Madrid esperando su turno para ser conducidos casi en solitario a su destino final. Cadáveres en formación, uno tras otro, sin compañía. Cuerpos derribados por el virus. Tristes protagonistas de una escena bélica difícilmente digerible, que se presenta ante nuestros ojos para que recordemos la vida que habitaba detrás de los números.
Los muertos no van a volver y los vivos se emplearán a fondo en buscar la salida del hoyo al que les ha arrojado una crisis que amenaza con dejar este país en cueros. No hay pausa ni plan en esta España de pan para hoy en la que todo es coyuntural y perecedero. En la que las bombillas duran cada vez menos y la única verdad absoluta es que el sol volverá a salir mañana.
Hay que llamar a las cosas por su nombre. Y Manuel Vilas se abre en canal en su autobiográfico y existencialista Ordesa trazando un brillante relato sobre la relación con sus padres, los muertos que le duelen. La ausencia de ambos progenitores y su trayectoria vital es el hilo conductor de este libro de memorias que pone precio a los recuerdos. Aquellos que se aferran a la mente humana en forma de palabras, sonidos y sabores, y que emergen como piezas de un puzle cuando pretendemos evocar a quien ya no está.
El confinamiento pone a prueba la fortaleza del engranaje familiar. Nos sitúa frente a frente ante problemas que podemos eludir en circunstancias normales. Pero también une, y amplifica emociones positivas que en otro contexto no sabríamos valorar o apreciar en su justa medida.
Cumplo rigurosamente cada tarde con el ritual de los aplausos y me pregunto qué pensarán mis vecinos del otro lado de la calle, perfectos desconocidos para mí hasta ahora. Buena parte de ellos pasan de los setenta y pienso que cada día de encierro es una partícula que se escapa en su reloj de arena. Una hoja que el virus ha arrancado de sus ya marchitos calendarios. El tamaño de la libertad se mide ahora en metros cuadrados. Y emociona pensar que esa gente con la que comparto saludos cómplices a las siete conserva aún intacta sus ganas de vivir y de seguir peleando.
Aunque lo parezca, no todos los días son iguales. Por eso me afano en respetar su identidad para que los lunes sigan siendo puñeteros lunes, y los viernes conserven su esencia jubilosa y desenfadada. El orden es mi receta frente al caos. Y tomo esta hibernación forzosa como una oportunidad para recuperar placeres perdidos o desplazados de la agenda por la dictadura implacable de los quehaceres diarios.
No gasto energía en imaginar cómo será el reencuentro. Y, aunque tengo ganas de pisarlas, tampoco me visualizo en una playa o recorriendo la verde espesura de la Gran Canaria profunda. Este cautiverio lleva intrínseco una purificación espiritual que pienso saborear hasta que ese momento llegue. Porque, como bien apunta Vilas en Ordesa, el éxito de la vida es que alguien te espere en algún sitio. Y esa recompensa llegará para todos, menos para los que ya se han ido.